Se levantó esa
mañana a la misma hora de siempre. La luz entraba a raudales por la ventana del
baño. Se paró frente al espejo y recordó que estaba envejeciendo. No era fácil
ver como la juventud desaparecía inexorablemente. Se preguntaba cómo lo hacían
las mujeres de su edad. Todos los días frente al espejo ejecutaba un breve
ritual: estudiar el rostro en busca de una nueva arruga o ser testigo de las
existentes. “Me estoy poniendo vieja” se repetía cada mañana, pero no hacía
nada. Ella se negaba a engrosar las filas de mujeres alteradas por el bisturí.
Cuando observaba sus mejillas derretidas por el tiempo, las estiraba desde el
nacimiento del cabello, a la altura de las orejas, intentando imaginar cómo se
vería si se decidiera por la cirugía o quizás tratando de recordar cómo se veía
años atrás. Sacudía la cabeza para espantar sus pensamientos, pero cada mañana el tema de la vejez la
atormentaba por momentos, luego entraba en el vendaval del día y se olvidaba del
asunto, hasta la mañana siguiente.